Dediqué algunos años de mi adolescencia a la expansión de mi conciencia. A la perfecta holgazanería poética. Era “más ocioso que el sapo”, escribiría Rimbaud.

La edad dorada se fecundó de los 16 a los 19. Y gran parte de lo que sostiene mi argumento en pie, lo debo a esas densas lecturas, la comulgación con plantas sagradas y la experiencia de la embriaguez absoluta.

Transcurrí donde nadie tanto como pude y me infecte. “El camino de los exceso conduce al palacio de la sabiduría” recitaría uno de los proverbios del infierno de William Blake.

Ahora, a los 29, 10 años después de la profanación de mi percepción, me encuentro cansado y molesto. Y me depuro de todo tanto como puedo.

Y sé de las propiedades de la experiencia y el saber para aplicarlo como veneno o antídoto.

Y desde la insoportable sobriedad, conspiro y predico mi intranquilidad:

“Bienaventurados sean los que hagan de este hoyo un sitio culto y tranquilo. Y maldigo a aquellos que sigan en su chiquero podrido y dormidos.”

Amén

Fotografía por Michael Dietrich