Adiós Ártemis

Podría durar años dándote avisos parroquiales —como siempre lo he hecho— donde lo único que te pido es lejanía y paz. Quizás este sea uno de ellos, quizás este sea el último.

Las despedidas nunca han sido y nunca serán mi punto fuerte.
Soy cobarde, lo sé.
Tengo mil miedos y 30 fobias, lo sé.
Soy de las que inventa tantas historias de amor en su cabeza que al final sólo quedan flotando en el aire.
Idealizo y ese es mi constante suicidio.
Siempre he huido, soy experta en los escapes emocionales y en ser una romántica turista, pero tú, tú me ataste; te dejé encontrar el remedio a mi ser volátil —quizás ese fue mi mayor error— fui tuya de pies a cabeza, siempre fui tuya, yo, que ni siquiera me pertenezco. Reposé tranquilamente sobre tus estacas, dejé mis alas caer sobre tus cristales rotos, pretendí armarte —amarte— y salir ilesa —quizás ese fue mi segundo mayor error— desataste en mí el amor más puro y leal, eras mi dosis exacta, aquella que pedía a gritos para conseguir felicidad eternamente momentánea. Fuiste la circunstancia más larga de toda mi vida, tus manos aprendieron a moldearse a las mías, tus caderas entendieron mi forma y se supieron acomodar a cada uno de mis caos, nunca me imaginé una vida sin ti, nunca pensé en un futuro sin tus ojos verdes y nuestras tristes tardes de abril. Siempre te compararé con las drogas porque desde el primer instante en el que irrumpiste en mi vida fuiste adicción y dependencia, eras todo lo que me hacía perder la cabeza.

Fuiste todo y fuiste nada. Fuimos, si, fuimos. Fui tu doncella, tu sirena y tu puta, fui tu Ártemis, aquella que con arco y flechas, mató uno a uno tus demonios, sin entender que tú eras el mayor de ellos. Disparaste tantos fusiles a quemarropa que inevitablemente caí desangrada, todas tus respuestas dadas sin reparo causaban tantas grietas en mí, tanto llanto que luego intentabas remediar con tu compasión barata. Clavabas en mí cuchillos sin piedad alguna y estrujabas mi blanca garganta sin compasión; me astillaste, dejaste mi cuerpo hecho añicos, imposible de rehacer, siempre imposible —o casi—. Sin duda alguna arrugaste mi corazón, tatuaste tu nombre y me dejaste a la deriva. Le mentiste a Elvis —but I can’t help falling in love with you—, te mentiste tantas veces. Me empujaste a este avión en llamas y te llevaste todos los paracaídas, pedí tantas veces auxilio que fue casi inútil y ahora que me veo algunos meses después, de lejos, me duelo; porque perdonarme por dejarte hacerme daño siempre fue lo más difícil.

Hace tiempo renuncié a cada uno de tus recuerdos y tus tormentos, renuncié a todas las historias que inventamos y decidí saltar, decidí volar lo más lejos posible, decidí colocarme en marcha y dejar de caer, me dispuse a hurgar cada esquina de mi alma y encontrar cada pedazo que siempre te llevaste, decidí blindarme de tu huracán y nunca más dejarte entrar. No puedo mentirte, me conoces bien, sabes que tengo memoria selectiva, pero podría jurar que recuerdo cada una de las veces que decidiste romperme el corazón, así que espero recuerdes cada reconciliación, cada beso y cada gesto de amor —yo los he olvidado— porque tu memoria será tu enfermedad, porque tu memoria inevitablemente hará recuento de cada uno de tus errores y fracasos —ahora entiendo porque nunca te vas— y será tu eterna agonía, aquella que no te perdonas, aquella que te vuela tanto la cabeza que nunca te permitirá la huida.

Espero tengas un buen viaje, nómada. Espero tengas un buen viaje, Ártemis.

Fotografía: Sim Ouch