Fuimos a un Sanborns a hablar de la muerte, cada cual con sus dolencias, fantasmas y demonios a cuestas. No era que fuésemos viejos o nos estuviéramos muriendo, sólo que a los dos nos gustaba tener conversaciones en torno al fin de la vida.

Ella dijo: podríamos ser personajes de una película de Bergman.

Yo respondí que tal vez estábamos más cercanos al patetismo de los personajes de un film de Jarmusch.

Nos reímos al unísono para luego dar sorbitos a nuestro café. No sé por qué un tiempo después sentí cómo se me revolvía el estómago al pensar que justo entonces estaba desperdiciando una oportunidad para amar aparentando indiferencia. Yo sabía que nos terminaríamos ese café y luego cada quién haría el solitario viaje a su hogar porque ese era el guión preestablecido para nuestros personajes. Ya todo estaba escrito incluso antes de que nos citáramos allí, y poco o nada había que pudiéramos hacer para cambiarlo.

Pagué con un billete de cien y nos retiramos del Sanborns. Esperamos su Uber con la tensión volando entre nosotros, pero no había nada que pudiéramos hacer contra el libreto o nuestros personajes. Un beso en la mejilla antes de subir a su transporte y eso sería todo; nunca más nos volveríamos a encontrar.