Todo va y viene en el periférico, no todo acaba después de las Torres de satélite. Pero para aquellos que habitamos de este lado del área metropolitana es una señal de alivio ver esos viejos centinelas resguardando la entrada a nuestro hogar. Nacimos y crecimos entre esas avenidas de circuitos con nombres de profesiones, nombres que simbolizan vidas ilustres y que nos dejan claro que en algún momento ser novelista o historiador fue un acto de respeto, que hoy por hoy es mal pagado y más un acto tan heroico como suicida. Son las 15:17 y las escuelas privadas de la zona comienzan a escupir pupilos que serán recogidos en camionetas blancas manejadas por amas de casa que aún ostentan el viejo modelo americano de dedicarse al hogar, aunque esto solo implique dar órdenes a la empleada doméstica y tener el título de alguna licenciatura guardado en algún librero. Los niños satelucos crecen pensando que están en una cápsula del tiempo, los suburbios mexiquenses los protegen de los peligros de la ciudad pero a la vez los vuelven estúpidos e incapaces de resolver sus vidas sin las comodidades de un auto, la televisión de paga o la tarjeta de crédito de sus padres. Mientras que allá atrás de las torres están los barrios bajos, casas de los que no se insertaron en el esquema económico del siglo pasado y son quienes te atienden y dan fuerza a los negocios locales. Aquí la economía está desfasada, y la vida te da dos opciones el norte o el sur, la ciudad o el exilio.
¡Momento! Deténganse, que yo me tuve que detener a respirar, denme cinco que ya andaba arrastrando los pies, ya saben, caminando un poco chueco, pero para que todo esto quede claro tengo que contarles desde el principio.
Tú y yo nacimos en Ciudad satélite, aunque el “sateluco” haya nacido en la vecina CDMX “sateluco” se queda, amén. No se puede hacer mucho para librarse de esa etiqueta, la vida en el norte de la ciudad es simple, todo gira en torno al periférico, el Boulevard Manuel Avila Camacho para ser exactos. Esa avenida que allá en los suburbios nos define el tiempo, y vaya que todo pasa lento, creo que hace ya décadas de que podemos hablar de que el tiempo se detuvo. Mientras que la ciudad avanza en un frenesí de caos y modernidad, nuestras afueras se quedan suspendidas en un aire etéreo y suave. Que no te engañen, aquí vivimos en una burbuja de pujante clase media que aplasta y busca ocultar toda la pobreza que los rodea. No somos como el sur que se levanta entre sus antiguas casas del pedregal con roca volcánica. Aquí llego Barragán y Goertz para dejarnos casas modernistas y arquitectura escultórica. Sabes bien que hablo de esas torres multicolores. Altas, armónicas, imponentes, con el concreto descarapelado y las luces fundidas. Así mismo permanecen las familias en las casa aledañas, aferrándose a la idea de que alguna vez ese símbolo fueron ellos. Altos y majestuosos, que a pesar de las fracturas y los tiempos modernos, nada habrá de tumbarlos.
No hay mucho que hacer aquí, porque bien sabemos que no somos de allá, pero que tampoco tenemos algo propio. Se podría decir que solo somos el criadero de la mano de obra bien educada y el cementerio de los baby boomers.
Aquí nadie camina por las calles, aquí nadie espera que te mandes solo, aquí se paga con la tarjeta de papá, aquí las niñas bien presentan a su novio antes de la cena de navidad, aquí las convenciones sociales van primero, aquí si nos importa el que dirán, aquí es donde yo decidí valer verga.
No pensé que esto llegaría tan lejos, pero que se le va a hacer si de aquí solo han salido músicos y ladrones de museos. El sateluco odia, odia ser lo que es, pero tiene aún más miedo de ser algo más y de fallar. Tiene miedo de alejarse, porque los que se van, se van sin dejar rastro que los identifique como nuestros, se van dejando sus habitaciones vacías y a sus padres para que mueran solos.
Yo lo sé muy bien porque veo como se marchan con sueños grandes y poco dinero. Parece un éxodo migrante, porque sabemos bien que la tierra aquí fue rociada con sal y maldecida para matarnos de hambre. Solo se les ocurrió elegir nombres para nuestras calles. A mi siempre me gustaba leer esos nombres e imaginar que fueron ellos quienes descubrieron alguna vacuna o inventaron el televisor. Basta con querer averiguar quien fue Pafnuncio Padilla y encontrar un hueco en wikipedia.
Aquí se conocerán todos, es lo que es, un círculo cerrado donde todos han pasado por todos. No es que no hayan más personas, es que es mejor terminar de con lo local. Es más fácil, es la misma fórmula, es que quizás tú sí me quieras si ya te contaron como soy. Es el camino fácil, un antro de mala calidad, las mismas caras, la misma música y las amigas de siempre. Todo es más fácil cuando ya conoces a tu presa y juegas de local. No hay necesidad del anonimato, todo sea por pasar un buen rato y al día siguiente hay que cumplir el ritual de la resaca, contarles a todos que ya cumpliste con todas, qué ninguna se fue viva y que esa última fue en verdad la que te tachó de su lista.
Todos los que vivimos para ver el cambio de milenio lo sabemos, es más que obvio, ese calendario va mal. No entiendo porque insisten en sumarle años, si este mundo va marcha atrás, y al final seguirán esas torres ahí erectas como falos enormes, ornamentando el transitar de los autos, vigilando, expectantes de que a partir de ahí la cosa nunca cambie.
Fotografía por Cleo Thomasson
Subo montañas, diseño movimientos, escribo lo que veo, digo lo que siento.