El coche se movía despacio por la negra carretera, perdida entre las grandes extensiones de campo que existen entre las urbanidades. En el coche viajan dos. El Hombre observa el camino con una mirada cansada, mientras que la mujer va sumergiéndose en un pesado letargo, manteniendo la conciencia solamente por el frío aire que entra por la ventanilla abierta. No hablan. No porque no puedan o porque no quieran, sino porque el hablar en ese momento sería la interrupción a una conversación más profunda, más callada, en la que se habla con un lenguaje de silencio y de reposo.

De vez en cuando la observa con el límite de su pupila, haciendo un intercambio entre ella y el camino, el camino y ella, sin saber por momentos si la carretera, el destino que su naturaleza guarda, es quien lo acompaña mientras que ella, la mujer a su lado, es el destino, el propio camino por el que va transitando y que no ha de llevarlo a ninguna parte. En una de esas extrañas intromisiones ella nota su escondida mirada. Lo contempla, ahora ella lo observa mientras la mirada de él vuelve a perderse en la infinidad del camino. Ella percibe la naturaleza de aquellas miradas y suspira para sí, pensando que en algún momento de aquella escapatoria conjunta algo así tendría que llegar a suceder, aunque al mismo tiempo supiera que desde el primer momento, aun antes de las miradas, algo ya se encontraba ahí, esa posibilidad de viajar juntos, de acortar el viaje, repartirse la manejada y llegar cuanto antes a la ciudad para después apearse en alguna parte cercana a la inexistencia, saludar con la mano, agradecer con la mirada baja y luego desaparecer en el conjunto para no reencontrarse más que en sueños o en recuerdos.

Él sabe que ella sabe al igual que ella adivina que él lo ignora, escondida la verdad en una atracción, un deseo que con un poco de contemplación podría descubrirse la verdadera extensión del abismo. Bosteza, cansado de hablar sin palabras, por lo que intenta consolidar la mutua existencia.

—¿Cómo vas? —

Le sorprende su voz, no porque no la hubiera escuchado antes, sino porque de alguna forma pensaba que no sería necesario volverla a escuchar.

—Todo bien. Ya quiero llegar. —

Un silencio insondable aparece como castigo por la interrupción a la conversación de silencios. Parecía que se había perdido la oportunidad, por lo que sólo quedaba llegar, despedirse, olvidarse, no seguir intentando para no acabar con toda posibilidad.

Enciende la radio para intentar crear la ilusión de coexistencia. Va cambiando de estación en estación, sin encontrar nada que se adapte a la banda sonora de la escena ante la posibilidad de que todo aquello fuese alguna especie de mala película.

—Deja una, que si sigues así nunca vamos a llegar. —

La mira. Lo mira.

—¿Sabes? De todas formas, nunca íbamos a llegar. —

Ambos sonríen.

Fotografía por Martin Canova