Fuimos a ver un science fiction, y morongas, millones de bichos nos atacaban. Noté que estabas molesta y empecé a succionarte el cuello. El esfuerzo era mucho y el resultado poco. Te cargué como pude y salimos de ahí. El día estaba bonito y tomamos helado. Pensamos al mismo tiempo que había que pelear con katanas y subimos a la Torre Eiffel. Tuve el impuso de volver el estómago pero mejor te dije que “guácala” y nos pusimos a ver unos galguitos, cinco, amarillos jaspeados de patas de guantes blancos, corriendo en los jardines de Ciudad Universitaria. Estaban llenas de amantes, a ras de piso, en todas direcciones como en Zabriskie Point.

“A darle que es mole de olla”–gritaste– y la verdad se me hizo un poco raro. Pensé en lo que tu padre y tu madre dirían y me di cuenta que te estaba haciendo daño. “¡Mala influencia!”, me gritaban los dos. Tú llorabas en silencio, sumida en un sillón. Para que no me vieras me subía al techo del Fiat. Estaba ya dentro de ti: “No te muevas-me decías-no te muevas-así está muy bien-me vengo-vente conmigo-me vengo-te dije-yo igual-me dijiste-y nos sacudimos y unos halcones se desgarraron en el cielo mientras los árboles circundantes, fresnos y liquidámbares temblaban humildemente aunque con envidia de verte al lado mío, bronceada y satisfecha, sin poderte alcanzar.