Cuando dos motos mueren a la mitad de la noche

Para Julio, 

caminante

En 1999 manejar una moto hasta que se terminara la gasolina era un sueño. La mía la encontré en un basurero al sur de la India. Tú  encontraste la tuya por partes en el taller de un musulmán. Manejábamos como si las motos fueran una extensión de nuestra libertad. Tomábamos chai en carreteras desiertas. Dormíamos recostados bajo palmeras en la selva. Comíamos plátanos como los changos o las sobras de algún amigo. Todo era calor y nuestras motos una promesa. Cada que algo se rompía, que algo fallaba o se retorcía con regurgites de humo, era como si nos dijeran, paciencia, estoy descansado, mañana te llevaré hasta el fin del mundo.

El romance que caracteriza a los mexicanos nos empujó a nombrarlas Ofelia y Susana. Dos maquinas que habían rodado sus últimos kilómetros muchos años atrás, pero en ese tiempo, gracias a un poco de magia y necedad, comenzaron una nueva vida. El plan era sencillo, despertar diariamente cuatro horas antes del amanecer, manejar sin rumbo y cuando el sol cocinara la carne o la gasolina se terminara, parar, comer, dormir ahí y escuchar las historias de la gente. Tanto era el sudor que derramábamos en las aldeas del sur que jamás habríamos imaginado nuestra sorpresa al subir por error el monte de Kodaikanal y encontrar nieve. 

 

1

 

Esta es una historia de terror. Bueno, al menos así la recuerdo cada que revivo los sucesos de esa noche. Tuviste una idea bastante cinematográfica. Estábamos en la cima de Kodaikanal. Nos cagábamos de frío viendo la aldea de Poombarai con sus chimeneas calientes, ahí, tan lejos, entre los jardines de té hechos piedra. Fumábamos un porro de hachís. Usábamos nuestros calcetines como guantes. Los calzones como pasamontañas. La tarde era hermosa aunque no calentara un carajo. Apaga la moto, vamos así, sin frenos ni nada, hasta la aldea. Te dije que estabas loco pero no me escuchaste porque ya ibas colina abajo con los ojos cerrados. Con esa chamarra roja y esa melena amarilla parecías un león con alas.

Las personas afirman, mirando atrás en el cajón de la memoria, que los sucesos de su vida son realmente extraordinarios. No quiero caer en esa lista, pero cuando decidimos bajar por esa carretera de tierra, con nada más que el impulso del viento, jamás creímos que la motocicleta frenaría justo frente a un partido de voleibol. No había red. Todos usaban guantes y chamarras de lana colorida. Unos ancianos sentados en tres gradas de concreto observaban a los niños lanzar una pelota de estambre entre sí, cuidando de no pegar con la valiosa red invisible, como si ése fuera el deporte local. Al vernos, la pelota botó en el piso y todos dejaron que su aliento se escapara en el aire azul con bocanadas de humo caliente. Traías tu cámara. Te acercaste como un explorador enfrentando un nuevo mundo. Con cautela y respeto dijiste namasté. Los niños se rieron señalando tu pelo color del sol. Tomaste fotos. Nos invitaron a su juego imaginario. Todo parecía normal. Lanzamos la pelota en el aire sin motivo alguno por horas hasta que la noche apareció.

 

2

 

Esta es una historia de terror. Empieza de noche. Cuando todos los aldeanos cierran sus puertas y no se compadecen con los gritos de los extranjeros. Le temen a algo, pensé. Hijos de puta. Ahora sí ya nos cargó la chingada cabrón. Y no estabas exagerando con tu augurio. No teníamos donde dormir. Qué comer. La temperatura bajaba. Si nos quedábamos ahí moriríamos de frío. Regresar a Kodaikanal era imposible. Ofelia y Susana no lograrían la subida después de todo lo que recorrieron ese día. La única opción era prender las motos y descender hacia un camino desconocido, que con suerte, nos llevaría a un pueblo más civilizado.

Empezó a llover y a la luna se la había tragado la noche. La única fuente de luz eran los faros rotos de nuestras motos viejas y un ocasional relámpago que iluminaba el bosque salvaje. Los impermeables no eran suficiente. Tú le temías a la oscuridad aunque nunca lo confesaste. Jamás te había visto manejar tan rápido. Usualmente yo abría el camino con prudencia y tú me seguías. Pero esa noche, con el miedo hecho hielo en la carretera, te daba pavor resbalarte y que yo no me percatara de tu ausencia, así que llevabas la delantera. Es extraño. No puedo asegurarlo pero creo que algo tocó mi hombro. Justo cuando cayó un rayo pude ver que en el bosque algo nos seguía. Era una figura humana. Desnuda. Su piel era tan blanca como la nieve donde por momentos se escondía. Corría a la misma velocidad que la moto. Me estaba cagando de frío. La altura me mareaba. Estaba drogado. No le puse atención. No sentí miedo en un principio porque justifiqué todo como una alucinación. Eso hace la mente cuando está en peligro. Se protege. Una manada de algo cruzó la carretera y casi te estrellas contra ellos, eran gigantes y aunque sólo los hay en Africa, hoy creo que eran ñus. Frenaste en seco. Tú moto se volteó y caíste sobre un charco. Me detuve cerca de la escena para iluminar todo con mi faro. Te levanté. Estabas bien. El codo de tu chamarra se había desgarrado y sangrabas un poco. Seguía lloviendo pero las ramas de los pinos nos daban algo de refugio. Levantaste a Ofelia. Tu maleta estaba colgando de un costado. Te ayudé a amarrarla nuevamente mientras intentabas encenderla desesperado. Revisaste la gasolina. La chispa. El motor. El escape. Todo lo que sabías revisar. No arranca carajo. Tampoco jala la luz. Tranquilo, se ahogó el motor, es mucho trabajo para estas motos, dale un momento. Te sentaste en ella. Encendiste uno de los cigarros de esa última cajetilla que juraste fumar en tu vida. Si nos vamos a morir déjame fumar tranquilo. Yo no fumaba tabaco. Sonreí. La lluvia se calmó. El impermeable salvó algo de la ropa pero todo estaba húmedo. Mi aliento caía despacio por mi pecho hasta el suelo. Dame una fumada. Te reíste. Ah cabrón, ahora sí con frío muy machito verdad. Fumé. No veía tu rostro. El faro de Susana se debilitó, apenas alumbraba un metro. Sólo veía la ceniza del cigarro consumirse. Me lleva la chingada, ningún pinche indio pasa por esta carretera o qué. Ya cálmate, toma. Saqué de la maleta lo que quedaba de tequila. Chúpale. Bebiste. No quiero joder más la situación, pero tengo que sacarlo, antes de que te cayeras creo que tuve una visión, no sé, vi algo extraño, como una bestia blanca. No pude ver tu rostro, pero sé que me miraste, pálido, helado. Olvídalo, tal vez lo aluciné. Cabrón, te temblaba la voz, los labios, yo también vi algo. El faro de Susana se fundió y el motor se apagó de golpe.

 

3

 

Esta es una historia de terror. Lo es porque lo que nos sucedió no puede explicarse de otra manera. Las dos motos habían muerto a la mitad de la noche. Yo me reí. Esto está de película. Golpeé la llanta de la moto. No me jodas que justo cuando decimos que vimos la misma mierda en el bosque se apaga la otra puta moto. Tiene que ser una broma. Tú también te reíste un poco, nervioso. ¿Qué vamos a hacer? No lo sé, esperar, alguna de las dos tiene que prender. Escuchaste algo en los arbustos. Te inclinaste hacia mí. Calma, calma hombre, la mente es poderosa, seguro es un animal, nos están poniendo a prueba. Aquí no hay nadie más que tú y yo pendejo. A tus putos dioses y sus pruebas me los paso por el culo cabrón, esto es serio, estamos en la mierda. Miré el cielo. La luna comenzaba a salir. Toda la escena se veía azul. Las motos. Tú. Confía en mí, ahorita prenden las dos, te lo prometo. Mejor nos hubiéramos quedado en la playa güey, odio el puto frío y odio esta puta montaña. Me acerqué a Susana, la acaricié, los objetos tienen alma, hay que hablarles, ellos saben cuando los necesitas. Prendió. Reíste y brincaste como idiota. Te acercaste a Ofelia. Prendió. Casi lloraste de alegría. Temblabas de frío y emoción. Ahora sí rézale a todos tus cabrones de colores para que nos salven.

Quizás nuestro primer error fue avanzar sin destino. A veces el camino subía, otras baja, otras iba recto. Regresar dejó de ser una opción después de las primeras dos horas. A cuánta distancia estábamos de un pueblo, si es que lo había, era incierto. Seguías delante de mí. El faro de Susana te alumbraba. Entonces sucedió algo que nunca olvidaré. Escuché susurros y sentí una lengua húmeda en el cuello. Te grité pero la velocidad y los truenos que habían regresado no te dejaron escuchar. En mi espejo, a lo lejos en el camino ondulado, vi a la figura humana. Primero estaba quieta y luego empezó a correr hacia mí. Aceleré por mi vida pero cada vez estaba más cerca. Era una anciana blanca, con toda la piel caída y los dientes llenos de gusanos, una bruja. Mis gritos eran sollozos ahogados. Tú no escuchabas. Cuando estuvo tan cerca como para rasgarme la espalda con sus uñas de cuervo muerto, desapareció.

Un día eres joven y decides viajar al otro lado del mundo. En esa soledad llena de adrenalina el asombro se vuelve adictivo. Es una droga. Cuando la empiezas a conocer de cerca pocas cosas te sorprenden tanto como el último atardecer que viste, ese siempre es el mejor. Crees que ya lo haz visto todo, que no sólo recorriste caminos sino que los abriste. Terminas por volverte un escéptico ridículo y no crees las cosas hasta que es demasiado tarde. Cerré los ojos. Tenía miedo pero seguía acelerando, a ciegas. Tú no sabías nada, o sí, nunca lo sabré, pero cuando abrí los ojos, la bruja estaba sentada detrás de ti, encima de Ofelia, te abrazaba la cintura y era como si tú ni siquiera la sintieras. Me volteó a ver. Llevó su dedo esquelético envuelto con una piel podrida a esos labios que eran como heridas infectadas y reclamó mi silencio. En ese momento te jaló bruscamente hacia un lado de la carretera y caíste por un barranco junto con tu moto.

 

4

 

Esta es una historia de terror. Una historia donde el horror se esconde entre la nieve. Se me detuvo el corazón. Frené junto a la marca que dejó tu llanta. Susana volvió a ahogarse. No veía nada. La luna ya no estaba. Te escuché gritar. Bajé lentamente por el camino que abrió tu caída. Me acostumbré a la oscuridad. Al frío. Distinguí tu maleta atorada en una rama, tu ropa por todos lados, una llanta de Ofelia, restos de sangre. Quería llorar. Tomé un tronco del suelo y lo acerqué a mi pecho. Quería usarlo, no sabía contra qué, ni cómo, pero lo usaría. Quería salvarte.

En medio de la noche más obscura de mi vida te vi por última vez. Eras una sombra negra. La bruja te había clavado las uñas en la pantorrilla. Te arrastraba a las fauces del bosque. Tus ojos verdes perdían su color conforme tú perdías esperanza. Le grité. Los tumores de sus pies derretían la nieve del suelo. Me miró con sus párpados llenos de hongos. Corrí decidido. No sabía que haría al llegar a ti pero sabía que tenía que llegar, tenía que usar el tronco contra esa pesadilla grotesca, tenía que intentar algo. Cuando estuve cerca me miró con una sonrisa de arpía perversa y sopló en mi dirección con esas llagas verdes que debían ser labios. Ese aire me atravesó como una daga. Detuvo el tiempo. Paralizó mi corazón. No podía respirar. Entonces sentí que algo pesado me cayó encima y me tiró al suelo golpeando mi cabeza contra una roca inmensa.

 

5

 

La policía me encontró al día siguiente. Desperté en un hospital de Tamil Nadu. Les pregunté desesperado por ti. Dijeron que sobreviví porque las ramas de un pino me cayeron encima y conservaron el poco calor que tenía mi cuerpo. También dijeron que los aldeanos juraron que llegué solo a Poombarai y me emborraché en una cantina. Dijeron que cuando llegó la noche no quise escuchar sus consejos y me fui en plena tormenta hacia un camino maldito lleno de animales salvajes. Dijeron que tú no existes o que al menos nunca te vieron.

Esta es una historia de terror que se convirtió en otra cosa cuando la prensa local declaró que había sucedido un milagro en sus tierras. Un turista mexicano sobrevivió inconsciente a la peor tormenta de la historia después de estrellar su moto contra un pino en medio de la nada. La gente dijo muchas cosas. Mi historia recorrió todo el sur de la India. Pero nadie habló de ti ni de Ofelia. Nadie recordó a mi mejor amigo y lo que pasa cuando dos motos mueren a la mitad de la noche.

 

 

 

Goa, 2017

 

Fotografia por ecka’s echo